martes, 3 de julio de 2018

Monteando en Córdoba, 1970. Mi "noviazgo" montero.



Texto y fotos: FÉLIX SÁNCHEZ MONTES

Introducción 

“Montear, una de las más hermosas formas de vivir la sierra que se conocen” 
Mariano Aguayo 

Una definición perfecta de lo que es montear, un estilo de vida y una pasión en mi caso. Nací en Córdoba en 1957 y aunque he vivido en muchas ciudades nunca he dejado de recordar mi tierra, y en concreto esta ciudad asomada a Sierra Morena, cuyos límites invaden la ciudad, llenando de encinas, coscojas y madroñeras la carretera que lleva a las ermitas, asomadas en sus laderas. 

Y no solo la sierra, también es posible ver a los jabalíes como se acercan a los chalet de las afueras, y hasta es posible montear muy cerca de la ciudad. 

Córdoba, donde la montería adquiere su tradición y cuya forma de montear traspasa sus fronteras. Hablar de montería y no nombrar a Córdoba sería impensable, al menos para mí. 




Mis primeros pasos monteros 

Siendo hijo, nieto, bisnieto … de monteros, mi destino estaba ya ligado a la caza, y en especial a la mayor desde mi nacimiento. Mi primera escopeta, una del calibre 12 mm., me la regaló mi tío Eulalio Sánchez (Lalo) en mi segundo aniversario, y con doce años recibí de mi padre, Juan Sánchez, la que sería mi arma montera en los primeros años, una preciosa escopeta paralela Víctor Sarasqueta, del calibre 16, y que le había pertenecido anteriormente. 

Ya con cinco años acompañaba a mi padre al puesto en las monterías, bien abrigado y pendiente de todo lo que pasaba. De estos tiempos es la primera fotografía montera en la que salgo delante de una lumbre montada en un puesto y yo encajado en el hueco de una vieja encina. Vamos, que saqué los dientes monteando como se suele decir. 

Por aquellos años mi familia vivía en la costa de Granada, donde el trabajo había trasladado a mi padre. Pero era comenzar la temporada y ya estábamos en Córdoba, en su viejo SEAT, tras más de cinco horas de viaje por las carreteras de entonces. 



Ya a mediados de los sesenta, acompañaba al puesto a mi padre, a mi tío Lalo y a veces iba con Juan de Velasco y López de Letona, gran montero amigo de mi tío. Con ellos aprendí casi todo lo que se sobre montear, las normas, costumbres, respeto, uso de las armas, normas de seguridad y cómo actuaban las reses. Todo lo que debe saber un cazador sobre cómo debe comportarse en el campo y especialmente el conocimiento del medio ambiente que me rodeaba, no solamente de las especies a cazar. 

En definitiva, a amar el campo y la caza desde el conocimiento y la tradición. 

Esto influyó, y mucho, en mis estudios en la universidad y que mis comienzos laborales fuesen en este sector, aunque posteriormente derivasen en la informática y la docencia. 

Ya con ocho años logré abatir mi primera cierva en un descaste para carne, ¡impensable hoy en día ¡Eran otros tiempos y otras costumbres. 

Mi tío Lalo se dedicaba, entre otros trabajos, a organizar monterías desde finales de los años cincuenta, y llevaba la finca Fuentevieja situada en la carretera que va de Posadas a Villaviciosa de Córdoba. 




Fuentevieja fue una de las grandes fincas monteras de esta época, posteriormente se le fueron segregando Berracosillas, Cerro del Venero (Mezquitillas), Navalcastaño, Los Jarales y El Pasil. 

Antes de segregarse, fue propiedad de Juan Carlos de León y Caro y tuvo como guarda a Rafael Moral, Carapalo. Después lo tuvo doña Angela de la Torre Escobar y con posterioridad Alfonso López de la Torre. 

Aquí tuvo allá por los años 60 su sede una de las sociedades monteras con más solera de Córdoba. La componían “Manolillo” Barroso, Rafael “El Córdobés”, Enrique Barroso, Antonio Barroso, Matías García Mateo y mi tío, Eulalio Sánchez, que hacía las veces de jefe de campo y llevaba la finca. Tenían todas las manchas de Fuentevieja menos Berracosillas. 



Mariano Aguayo, gran amigo de mi tío Eulalio, en su libro “Montear en Córdoba” nos cuenta las impresiones de Enrique Barroso sobre esos años, en que este grupo monteaba todo lo que les ofrecían, contando que: “Cuando nos salía un pegote lo echábamos con cuatro colleras que nos dejaba Rafael Guerra, el hijo de Guerrita, y otras cuatro que arrimaba Pepín Molina. Y ya ves tú, así monteábamos nosotros La Porrá, y ahora me han dicho que se da con ¡veintiséis rehalas ¡ Vamos, que se tienen que estorbar unas a otras.” 

Tuve la suerte de conocer y montear con ellos y sus inmejorables rehalas de podencos, la de Rafael Guerra con su perrero “El Naranjero”, la de Pepín Molina Guerra y su perrero “El Tarta”, o la de Antonio Flores Guerra con su gran perrero Bernardino. Hijo y nitos respectivamente del torero cordobés “Guerrita”. 

En Córdoba distinguimos claramente entre el dueño de una rehala, el rehalero, y el que cuida y lleva a los perros, el perrero; sin ningún desprecio por este nombre como ocurre en otros lugares de nuestra península. 

Fue en esta finca, Fuentevieja, donde logré cobrar mi primer venado, como contaré posteriormente. 

Los preparativos de la montería 

Una vez contratada, o cedida, la finca, se montaban las armadas, poniendo los puestos en los pasos de las reses, en sus huidas naturales. Esto se hacía así para asegurarse el poder disparar a corta distancia sobre las reses y lograr su cobro, y no como en los tiempos actuales donde se dispara a distancias muy largas con la consecuencia, en muchos casos, de “pinchar” o herir a la res, para posteriormente tener que pistearla y encontrarla con suerte. 

Por tanto era posible tener al puesto vecino muy cerca tuya, aunque siempre sin verlo, o bien a muy considerable distancia, todo dependía de los "pasos" de las reses. Se cerraba la finca con las armadas de "cierre" pero dejando hueco entre los puestos, no era cuestión de "arrasar" con todo, si no de dejar "madre" para años venideros. En aquellos años la casi totalidad de las fincas eran abiertas, siendo muy escasas las cercadas. 




Muchos de los monteros usaban escopetas o rifles “express”, siendo los rifles menos abundantes que en la actualidad, y aún más escasas las miras telescópicas montadas en estos. Casi siempre podía tirarse a simple vista usando el aparato de puntería, alza y punto de mira. 

Casi todos los asistentes sabían que había que dejar "cumplir" a las reses, para abatirlas en su "sitio", por tanto era extraño disparar a más de 150 metros a una res, y eso sí, siempre en nuestro "campo" para no "cortar" las reses que fuesen a "romper" al puesto vecino. 

Había muchas menos reses que ahora, pero en relación se lograban cobrar un mayor número de ellas, al no escaparse heridas tantas como en la actualidad. 

Las reuniones previas en los clásicos bares monteros cordobeses era la norma, y organizar los preparativos delante de un vaso de buen vino de Montilla la costumbre. 

La noche anterior a la montería, habíamos dormido en la finca o en algún cortijo cercano la mayoría de las veces, o bien salido muy temprano acompañados de otros amigos asistentes a la montería en sus vehículos, nada de 4x4 o similares, a lo sumo algún Land Rover polvoriento, incómodo y por el que se colaba todo el viento de la noche. Las carreteras eran en su mayoría pésimas, nada que ver con las actuales, llenas de baches, curvas y muy peligrosas, con lo cual el viaje se volvía una aventura y no era extraño que se averiase algún vehículo, por eso íbamos en grupo, y tuviésemos que acabar el viaje en otro. En aquel entonces no existían los móviles y por aquellas carreteras y pistas y de madrugada era escaso el tránsito. 




Recuerdo las primeras monterías a las que asistí, la junta era siempre muy temprano, poco después de las ocho y media de la mañana ya estábamos todos reunidos para desayunar unas migas o lo que hubiese, no faltaba la copita de aguardiente y el café de pucherete para calentar los cuerpos. 

Una vez celebrado el sorteo marchaban las armadas para ir colocando los puestos, algunas iban en camionetas, otros en caballerías y la mayoría andando (si eras joven la caminata estaba asegurada). 

Conocías a casi todos los asistentes a la montería y por tanto era común que cuando te colocabas en tu puesto, supieses a quien tenías de compañero de puesto, a tu izquierda y quien a tu derecha. 

La suelta se producía normalmente a eso de las once de la mañana, el trabucazo y las ladras de las rehalas te avisaban del comienzo. El paso de los primeros perros y conocer por su collar a quien pertenecían y hasta saber el nombre del "puntero" y como no el del "perrero" al cual al pasar por tu puesto siempre ofrecías agua o lo que tuvieses y aprovechabas el momento de charla para saber cómo estaba la finca, los encames recientes que había visto ... en fin de cómo iba transcurriendo todo. 

Ni que decir hay, que "emisoras" casi no había en la montería. Te comías el "taco" que siempre llevabas (¡qué de recuerdos esa tortilla de patatas, el filete empanado y la manzana¡) y si hacía frio pues echabas una "lumbre" para calentarte. 

Lo que importaba era el "lance" más que el "trofeo" de la res, palabras como "bocas", "medallable" y otras, no recuerdo haberlas oído en aquellos años. Si el lance había sido bueno, tenías la recompensa con la res muerta en su "sitio" y por "derecho", y si no pues no pasaba nada. 

A eso de las cuatro de la tarde, tras unas seis horas en el puesto sonaban las caracolas de "recogida" y te ibas a "pistear" y "marcar" las reses si el día había sido propicio y si no pues ayudabas a marcar las reses del vecino. 




Después a la junta de carnes por el mismo medio por el que habías venido. Allí te esperaban unos garbanzos calientes y un poco de vino. Si había que "discutir" una res se hacía siempre en el campo, nunca en la junta y si había diferencias el "Capitán de Montería" acompañado de otros dos o tres monteros con experiencia y los monteros que reclamaban la res; se acercaban al puesto y decidían de quien era la res, su veredicto era inapelable y todos aceptaban su juicio. 

Las prisas, como se ve, no existían en aquellas monterías, se charlaba de los lances vividos y muchas veces se quedaban a dormir en la misma finca, si estas se prolongaban. 

Mi primer venado 

Aquel domingo 8 de noviembre de 1970 no lo olvidaré nunca. Habíamos salido de Motril (Granada) al mediodía del sábado anterior, una vez acabado el trabajo de mi padre, nos acompañaba José Correa un buen amigo de este, al que había contagiado su afición por la caza mayor. 

Llegamos a Córdoba ya entrada la noche, allí nos esperaba mi Tío Lalo y su mujer, María Cotta, que era quien llevaba toda la logística y organización de las monterías que organizaba su marido. 

Esta vez tocaba montear una finca que ya conocía muy bien, Fuentevieja, ya que mi tío la había llevado muchos años. 

Tomamos la carretera hacia Posadas, y allí la primera parada la hicimos en un sitio muy conocido para los monteros, la Venta de La Melchora, en las afueras de la ciudad. Cualquiera que pasase a aquellas horas de la madrugada por allí se asombraría por el gran número de coches y furgonetas con perros aparcados en su proximidad. En el interior de la venta era casi una misión imposible pedir un café o una copa, por el gran número de monteros acodados en la barra, y las voces se mezclaban con los ladridos de los perros en el exterior. 

De allí partimos por la carretera hacia Villaviciosa de Córdoba, donde se encontraba la finca. Zona muy montera y clásica desde siempre, se lograban abatir buenos venados y cochinos, siendo relativamente frecuente cobrar algún lobo de los que por entonces poblaban la sierra. Aún recuerdo sus aullidos, y eso que han pasado más de cuarenta años, en la noche de Sierra Morena. 

Aquel día se monteaba la zona de Naval Castaño, y en ella la mancha La Torre, donde nos tocó en suerte un puesto en la Armada del Carril de Prado Gallegos (creo recordar, pues la papeleta del puesto se perdió en una mudanza). 



Catorce rehalas batieron la mancha en aquel día frío y radiante, todas conocidas y muy buenas. 

El puesto precioso, en una dehesa clareada de encinas al lado de un pequeño regato con un hilo de agua. Acompañaba a mi padre que aquel día me dejó usar la escopeta paralela del 16, eso sí, sin separarme de su lado. 

El puesto estuvo muy “parado” hasta que sentimos acercarse a los perros que venían detrás de una res, por el latido de estos supimos que se trataba de un venado (o una cierva) y que venía derecho hacia nosotros. 

Al fin lo vimos, un joven venado con ocho puntas que venía muy deprisa, sin lograr despegarse de los perros que le seguían a unos cincuenta metros. 

En ese momento oí decir a mi padre, “este es tuyo, apunta bien y cuando yo te diga le disparas. Tranquilo, sin nervios”. 

El venado no nos vio al estar nosotros tapados por unas ramas al lado de una gran encina que nos cubría las espaldas. Se acercaba rápidamente, así que encaré despacio la escopeta y esperé. El venado al ver su camino cortado por el regato dio un salto para cruzarlo, ese fue el momento en que mi padre me gritó “¡Ahora¡” y yo disparé. 

Ver doblar el venado y dar una vuelta de campana para caer levantando una polvareda fue toda una. ¡Le había dado¡, un tiro precioso casi en el codillo. 

Mi padre se apresuró a abrazarme y felicitarme, no me lo acababa de creer. Había cobrado mi primer venado, el primero al que me habían permitido tirar en mis trece años. 

Por suerte yo llevaba una pequeña cámara automática con la cual pudimos inmortalizar el momento. Una vez llegados a la finca se corrió la voz entre los perreros de que había un nuevo “novio”, así que tuve que pasar por la iniciación de nuevo montero, pero de buenos modos, entre amigos. 
Conclusión 

Un día inolvidable en una finca inolvidable, esos son mis recuerdos a mis cincuenta y ocho años, cuarenta y cinco ya de montero. 

Eran otros tiempos, otros modos de vivir y otras formas de montear, pero la esencia de la montería tradicional, quiero pensar que aún siguen vigentes, al menos entre los que tuvimos la suerte de vivirlos y ahora entre los que leen este artículo.


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